Grupo de autoayuda para quienes padecen ciertas molestias ante
comentarios Anti-K, o incluso descubren alguna tolerancia al peronismo.

La Guardia Imperial



Columna publicada en Nueva Ciudad.

Hace un tiempo, en una cena con simpatizantes kirchneristas, algunos señalaron en referencia al oficialismo que “hoy la Guardia Imperial se consolida pero los bordes se alejan”. Dentro del kirchnerismo es común escuchar ese tipo de crítica: “necesitamos ampliar la base, no consolidar el núcleo”, “los energúmenos nos alejan del votante medio”, “no se puede defender lo indefendible, eso termina debilitándonos”.

La Guardia Imperial es un conjunto más o menos heterogéneo que si bien forma parte del oficialismo, es decir, de esa “nube difusa conformada por militantes, simpatizantes, energúmenos, talibanes, compañeros de ruta, apoyos críticos, apoyos aún más críticos, tibios, apasionados de la política o gente que –por el contrario- se define como apolítica”, se diferencia del resto por su incondicionalidad. Su función es la del stopper que frena el ataque del equipo rival, pero sobre todo es la de conseguir algo esencial en un momento de crisis: tiempo.

Tiempo para pensar la mejor respuesta a la crisis sin correr el riesgo de que esa misma crisis se lleve puesto al gobierno. Es por eso que todo gobierno necesita una Guardia Imperial para perdurar, mientras que toda oposición critica su existencia.

Para aquellos que consideran la política como una actividad entre electrones libres que cada mañana eligen a qué espacio político apoyar en función de lo ocurrido el día anterior, el stopper es sinónimo de obsecuencia. Es alguien que ha optado por dejar de pensar, tercerizando esa tarea en un líder en el que confía ciegamente.

La realidad es un poco más compleja.

Es cierto que la Guardia Imperial se funda sobre la base de una confianza global, es decir, en un apoyo general a un proyecto o un liderazgo político, pero su continuidad nunca está asegurada.

La Guardia Imperial excede a los apoyos rentados, operadores, o medios afines que alimentan habitualmente toda línea de defensa oficialista. Si sólo fuera un tema de recursos, todo gobierno contaría con una. La Guardia Imperial, por el contrario, requiere de entusiasmo para existir.

Alfonsín tuvo su Guardia Imperial, al menos mientras duró la enorme expectativa de la primavera alfonsinista. Quienes la conformaban apoyaban globalmente su gobierno, como muchos, pero a diferencia de esos muchos, se abroquelaban ante cada crisis. Consideraban que Alfonsín era la mejor opción, aún en momentos de zozobra. No es que hubiesen perdido la capacidad de análisis sino que su análisis exedía el día a día. Para sus adversarios, previsiblemente, eran “descerebrados” u “obsecuentes”.

La semana pasada, el fiscal Nisman -quien denunció a la presidenta por encubrir a los sospechosos del atentado a la AMIA- fue hallado muerto. Es sin duda uno de los hechos más graves de los últimos años y generó todo tipo de especulaciones e interpretaciones sobre lo que sería un supuesto suicidio o un eventual asesinato.

En el “vaivén histerizante de estos días”, como escribió Horacio Verbitsky, cada nuevo elemento de la investigación, ventilada en el minuto a minuto de los medios, consolida las certezas de cada uno sobre las razones de la dudosa muerte del fiscal.

Ocurre que la discusión no ha podido trascender la dicotomía K-antiK, que desde hace tiempo tiñe casi todo debate político o mediático.

Pasados los primeros momentos de estupor, la Guardia Imperial se abroqueló y buscó darle tiempo al gobierno para reaccionar. Centró la discusión sobre las inconsistencias de la denuncia del fiscal y las presiones que el mismo fiscal recibió por parte de los medios opositores que pasaron de un apoyo entusiasta a un diagnóstico más crítico.

Así, su acción, nunca exenta de errores y generosos tiros en el pie, se ubica en la construcción de sentido común. No reemplaza una investigación criminal, ni siquiera agrega un análisis político, sólo resiste.

Aporta tiempo para que el gobierno pueda seguir sin abandonar la partida, una posibilidad nada descabellada teniendo en cuenta la gravedad del hecho y nuestro propio pasado político.

Para retomar la idea planteada al inicio de la columna, sin Guardia Imperial, ya no existirían bordes que ampliar.



Foto: En nuestra Universidad de Verano, la rama neozelandesa de la MAK practica el famoso Haka, ritual en honor al diálogo, al consenso, a la tolerancia y al diálogo.
(Cortesía Fundación LED para el Desarrollo de la Fundación LED).
 

Próxima Gran Cena de la MAK el miércoles 4 de febrero


Preocupado por el rechazo oficial a pedir ayuda al FBI para resolver el caso Nisman como propone Massa, nuestro Maestro de Luz Elbosnio, el Sri Sri Ravi Shankar del kirchnerismo de salón, dio curso a la Secretaría de Guateques, Cachondeos y Cuchufletas (la ya legendaria SeGuCaCu, por sus siglas en inglés) liderada por Nagus el Magnífico para que organice la próxima Gran Cena de la MAK el miércoles 4 de febrero, en honor a San Eutiquio, obispo romano cuyo martirio iluminó a nuestro Maestro en sus momentos de zozobra,

El lugar es el habitual, el ya legendario Salón Dorado Horacito Rodríguez Larreta del Círculo Salvavidas, ubicado en Cabello 3958, barrio carenciado de Palermo, a las 20:00.

Como creemos en las tradiciones mantendremos el exitoso sistema lanzado en las últimas cenas: se pagará una entrada única de $60, lo que dará opción a empanadas frozen, vino de ferretería, gaseosa tibia a granel y las palabras de nuestro Maestro de Luz (por las que no se cobrará adicional alguno).

Quienes a pesar de vivir en un país poco serio dispongan de recursos podrán negociar con Moni (del Círculo Salvavidas) el plato Super De Luxe Primera Especial, como milanesa, pechuga, ensalada y demás manjares.

Por razones de seguridad nos vemos en la obligación de mantener el santo y seña: "¡Qué desmejorado que está Elbosnio!". Se lo exigirá en la entrada bajo pena de llamar a Horacito Rodriguez Larreta.

Foto: En la Universidad de Verano de la MAK, el General (en el centro, con anteojos y uniforme makista) inicia a los nuevos reclutas en los misterios de la infalibilidad elbosniana.

Cortesía Fundación Led para el Desarrollo de la Fundación Led.
 

No quiero ser Charlie Hebdo


Columna publicada en Nueva Ciudad.

En 1982 fui a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos a escuchar a Santiago Kovadloff y Graciela Fernández Meijide. En plena implosión de la Dictadura, la discusión se orientó ya no en cómo enfrentarla sino en la manera de evitar que volviera a ocurrir.

Hacia el final, alguien preguntó a Kovadloff cómo se podría “terminar definitivamente con la intolerancia en la Argentina”. El panelista se quedó pensando unos segundos y comentó:“¿Terminar definitivamente con la intolerancia? Claro, arrancarla de cuajo, extirparla de una vez y para siempre, perseguir a los intolerantes, aniquilarlos… una buena manera de enfrentar la intolerancia tal vez sea no imitar su lenguaje”,concluyó.

Para Kovadloff, la creencia en soluciones definitivas -incluso en el bienintencionado combate contra la intolerancia- parecía estar más relacionada con un pensamiento autoritario que con la complejidad de un Estado de derecho.

Recordé aquella charla cuando George W. Bush lanzó la famosa Guerra contra el Terror. Terminar definitivamente con la intolerancia o acabar con el terror son objetivos a priori difícilmente criticables, al igual que lo sería terminar con el hambre en el mundo o con el tedio de los almuerzos familiares. El problema es que la Guerra contra el Terror sólo consiguió multiplicarlo, no sólo fuera de EEUU generando muerte, destrucción e inestabilidad política en Irak, Afganistan y Medio Oriente sino también en su propio territorio. El mayor logro de los terroristas del 11 de Septiembre no fue destruir las Torres Gemelas sino conseguir que todo un país cambiara drásticamente su forma de vida y aceptara lo que hasta hacía poco parecía inaceptable.

Que el presidente de la mayor potencia de Occidente, Premio Nobel de la Paz y demócrata convencido, informara por televisión que había ordenado el secuestro y asesinato de un sospechoso y la desaparición posterior de su cadáver es, paradójicamente, la gran victoria póstuma de Bin Laden.

Mientras muchos aplaudían la decisión del presidente Obama, recuerdo que Magdalena Ruiz Guiñazú la comparó con los vuelos de la muerte de la Dictadura. Para la periodista, el terrorismo de Estado padecido en Argentina nos debía alertar sobre lo que para ella era un asesinato y una política inaceptable.

Lo notable es que la Guerra contra el Terror permitió que el presidente Obama se vanaglorie de algo que el dictador Videla nunca se atrevió a asumir.

Hace unos días, dos hombres armados asesinaron a 12 periodistas en la redacción del semanario parisino Charlie Hebdo. Los presuntos atacantes se presentaron como militantes islamistas que buscaban vengar las ofensas hacia el Profeta que habría propiciado el semanario satírico. Luego de lograr escapar, fueron finalmente abatidos por la policía.

La reacción en Francia fueron manifestaciones multitudinarias bajo el lema “Je suis Charlie” con la participación de partidos políticos, asociaciones civiles, e incluso jefes de Estado extranjeros.

Pasará algún tiempo antes de que sepamos si el ataque fue el resultado de un grupo local aislado o una operación de mayor envergadura planeada desde el extranjero para generar pánico en Francia. El primer caso sería un tema más bien policial, mientras que el segundo sería claramente político.

En todo caso la peor respuesta posible sería una nueva Guerra contra el Terror. Por eso no creo que los franceses tengan que “ser Charlie Hebdo”. Al contrario, deberían ser estrictamente lo que cada uno era antes de la masacre: entusiastas del humor del semanario, críticos de ese humor o gente sin opinión al respecto. Deberían defender con pasión la vida que llevaban y el razonable equilibrio entre seguridad y libertad que un país como Francia mantiene desde hace años.

Es decir, impedir que la fantasía de la seguridad absoluta les quite el placer de viajar, salir a cenar con su pareja, juntarse con amigos, caminar por la calle, dibujar, escribir, ir a la plaza con los hijos o discutir acaloradamente en un café sobre religión o política, como hace todo francés desde que tiene uso de razón.

Deberían hacer como Mr. Chips, el personaje creado porJames Hilton, un profesor de latín de una escuela pública inglesa que se negaba a interrumpir su clase durante los bombardeos alemanes de la I Guerra Mundial. “El Káiser Guillermo no nos impedirá traducir a Julio César”, aseguraba, en un rapto de algo más que terquedad.


Foto: Wilhelm Viktor Albrecht von Hohenzollern, emperador alemán y rey de Prusia, también conocido como el káiser Guillermo, intenta ingenuamente impedir una clase de latín (gentileza Fundación LED para el Desarrollo de la Fundación LED).