Grupo de autoayuda para quienes padecen ciertas molestias ante
comentarios Anti-K, o incluso descubren alguna tolerancia al peronismo.

Próxima Gran Cena de la MAK el miércoles 3 de diciembre





Preocupado por el fin de ciclo kirchnerista que, como tantos otros anuncios, tarda en llegar, nuestro Maestro de Luz Elbosnio, el Sri Sri Ravi Shankar del kirchnerismo de salón, dio curso a la Secretaría de Guateques, Bar Mitzvah y Fiestas Negras (la ya legendaria SeGuBarFi, por sus siglas en inglés) liderada por Nagus el Magnífico para que organice la próxima Gran Cena de la MAK el miércoles 3 de diciembre, en honor a San Sofonías, profeta que anunció catástrofes unos dos mil quinientos años antes de la Mentalista.

El lugar es el habitual, el ya legendario Salón Dorado Horacito Rodríguez Larreta del Círculo Salvavidas, ubicado en Cabello 3958, barrio carenciado de Palermo, a las 20:00.

Como creemos en las tradiciones mantendremos el sistema lanzado en la última cena: se pagará una entrada única de $60, lo que dará opción a empanadas frozen, vino de ferretería, gaseosa tibia a granel y las palabras de nuestro Maestro de Luz (por las que no se cobrará adicional alguno).

Quienes a pesar de la crisis, de la GestAFIP y del embate contra nuestros ahorros suizos dispongan de recursos podrán negociar con Moni (del Círculo Salvavidas) el plato Super De Luxe Primera Especial, como milanesa, pechuga, ensalada y demás manjares.

Por razones de seguridad nos vemos en la obligación de mantener el santo y seña: "¡Qué desmejorado que está Elbosnio!". Se lo exigirá en la entrada bajo pena de llamar al pelado de la Metropolitana.

Foto: Durante el último Congreso de Actualización Doctrinaria de la MAK, el General (en uniforme de fajina) enseña a elaborar dispositivos para amedrentar opositores con un frasco de mayonesa y un clip.

Cortesía Fundación Led para el Desarrollo de la Fundación Led.
 

La extraña virtud de la alternancia



Columna publicada en Nueva Ciudad.


Una letanía persistente señala a la alternancia en la política como La Virtud, así, con mayúsculas. Se hace referencia a ella no como la posibilidad que nos ofrecen las elecciones de decidir cambios por la mayoría sino como una característica positiva en sí. Es más, para algunos se trataría incluso de la esencia de la democracia.

El discurso opositor parece enamorado de esta magnificación. La alternancia per se aportaría lo necesario para evitar la corrupción, el enriquecimiento ilícito, las prebendas. En fin: que la cosa pública no se transforme en cosa privada. De lo que se trataría, en síntesis, sería de evitar como el ébola el riesgo del gobernante que se enquista en el poder (para utilizar una muy exitosa metáfora de anatomía patológica).

De tan virtuosa, la glorificación de la alternancia logra lo que pocos: que se tilde a un largo gobierno democrático de monarquía o dictadura, obviando el detalle del voto periódico de una mayoría que lo revalida.

Lo extraño de la cuestión es que la alternancia como cura preventiva contra el poder enquistado sólo es valorada en el caso del Poder Ejecutivo, preferentemente nacional. El resto de los factores de poder no sólo no ve la alternancia como un valor en sí sino que valora todo lo contrario, la continuidad.

Ninguna junta de accionistas votaría en contra de la continuidad de un CEO exitoso para beneficiarse de algo tan intangible como la alternancia. Al contrario, los buenos resultados suelen ser una buena razón para esperar más buenos resultados.

Un CEO recibe el mandato de sus accionistas al igual que un presidente de sus electores. Las decisiones de un CEO enriquecen o empobrecen a sus accionistas de forma comparable a las decisiones de un presidente con sus representados. Ambos disponen de un gran poder discrecional delegado y pueden padecer la tentación de usar los recursos de los accionistas-electores en beneficio propio, pero sólo uno tiene un freno legal a su continuidad.

La Iglesia Católica elige a su representante máximo- con rango de Jefe de Estado- a perpetuidad, delegando en Dios el término de su mandato.

Algo similar ocurría con los jueces de la Corte Suprema. Aunque siendo el nuestro un Estado laico ya no era Dios quien estipulaba el fin de su mandato sino la biología. Hoy existe el límite de una edad máxima, pero la idea sigue siendo la misma: privilegiar la continuidad y la experiencia por sobre la alternancia.

Tampoco los senadores o diputados tienen un límite de mandatos, como tampoco lo tienen esos expertos en estructuras enquistadas como son los rectores de universidades.

No permitir la continuidad de un Jefe de Estado limita su discrecionalidad y sus eventuales abusos pero también nos hace perder los beneficios de una experiencia exitosa. Si la presidencia fue fallida, ¿no podemos suponer que pocos la querrían prolongar?.

En la mesa del Poder, donde el presidente discute con empresarios, dueños de medios, representantes de la Iglesia, sindicalistas, embajadores o jueces, el único cuya continuidad está limitada es justamente el único que votamos. La razón es que tememos al tirano perpetuado por los votos, aunque nuestra historia sea avara en tiranos democráticos y prolífica en dictadores que nadie votó.

Hasta la reforma de 1994, nuestra Constitución preveía un mandato no renovable. Nuestros constituyentes parecían temerle más a los riesgos que podrían generar dos períodos consecutivos de un mismo presidente que a la pérdida de los beneficios de prolongar una presidencia exitosa.

Mientras limitamos su continuidad y los juzgamos cada dos años en base a los resultados coyunturales, solemos exigir que nuestros gobernantes tengan una visión de largo plazo. Es decir, que construyan futuro limitando su presente y que no hagan hincapié en esa coyuntura que decidirá nuestro voto y su continuidad (en ese sentido es asombroso que a nadie se le haya ocurrido la idea de limitar los mandatos presidenciales a un solo día).

La magnificación de la alternancia como esencia de la democracia no deberían limitar los entusiasmos, los deseos y la libertad de elección del verdadero protagonista de esa misma democracia, el ciudadano.


Foto: reacción de una junta de accionistas a la propuesta de no reelegir al CEO exitoso para beneficiar de la virtud de la alternancia (gentileza Fundación LED para el Desarrollo de la Fundación LED). 
 

La sensación de corrupción



Columna publicada en Nueva Ciudad.


“Me preocupa la corrupción del puente que no se hace, no la corrupción del puente que se hace y cuesta 40% más.”

“El costo visible de la corrupción es cuando convive con las decisiones equivocadas respecto de la gestión del país y el rumbo.”


Miguel Bein (entrevista de J. Fontevecchia / marzo del 2014)


Una letanía persistente describe a los kirchneristas como gobernantes inescrupulosos cuyo único fin es acumular riquezas pero que, sin embargo, confrontan con los grupos económicos más poderosos, históricamente proclives a premiar los apoyos políticos.

Dispondrían para el saqueo de la ayuda incondicional de una justicia adicta aunque, asombrosamente, no logran el apoyo de esa misma justicia adicta en iniciativas que consideran vitales, como la Ley de Medios.

El hecho de que las condenas por corrupción no estén a la altura de la sensación de corrupción, sólo prueba la complicidad judicial. “Si no condenan a los chorros es que los jueces también lo son”, concluye el ciudadano indignado, reemplazando al fallo imperfecto por la perfección de sus certezas.

Ese mismo ciudadano indignado exige que un funcionario sospechado o investigado renuncie, otorgándole a los medios de comunicación o al Poder Judicial, cuyas investigaciones pueden durar más de una década, la facultad de vetar ministros o incluso Jefes de Gobierno.

Los candidatos opositores, subidos a esa ola indignada, proponen implementar una genuina independencia judicial a la vez que prometen “mandar a todos los delincuentes a la cárcel”, un deseo algo contradictorio con la tan deseada independencia de los jueces.

La sensación de corrupción clausura cualquier debate político. El sospechado es corrupto y el corrupto es sólo eso, un corrupto. La sensación de corrupción, además, iguala al conjunto de la oposición. Quienes están a favor de alguna iniciativa oficial la denuncian por estar de alguna manera ligada a la corrupción junto a quienes se oponen con ahínco a esa misma iniciativa.

El enfrentamiento político no sería entre políticas diferentes o diagnósticos opuestos sino entre honestos y corruptos. Un combate, al parecer, milenario.

Sin embargo, si gracias a las investigaciones de un ignoto Lanata del siglo XIX hoy nos enteráramos que el ministro Eduardo Wilde robó un cenicero, no lo trataríamos por eso de corrupto. “Es sólo un cenicero” argumentaríamos con razón. ¿Y si fueran cien? ¿Y si fueran mil o diez mil ceniceros?

¿A partir de cuántos ceniceros Eduardo Wilde dejaría de ser el ministro brillante al que le debemos la Ley 1420 de Educación Común para transformarse en un corrupto cuya obra política no merece siquiera ser analizada sino sólo denunciada su condición de tal?

Si nos enteráramos que Moreno Ocampo pasó viáticos indebidos durante el Juicio a las Juntas o nombró amigos en la fiscalía, ¿eso modificaría su notable tarea como fiscal adjunto en ese mismo juicio?

Por otro lado y más cerca de nosotros ¿el drama de los ´90 fue la pista de Anillaco, la Ferrari de Menem y el petit hotel de María Julia o un diagnóstico errado que llevó al país a la quiebra?

Del primer peronismo hoy valoramos el aguinaldo, las vacaciones pagas, las viviendas sociales, los hospitales o el estatuto del peón, pero insólitamente no recordamos las escandalosas joyas de Evita, la denunciada fortuna de Perón o los sospechosos manejos de la Fundación Eva Perón. Sin embargo, esos hechos desbordaron los medios opositores de aquella época y las conversaciones indignadas de ciudadanos virtuosos. Incluso algunos, pese a apoyar muchas de las medidas oficiales, respaldaron el golpe del ´55 con el argumento de “frenar los abusos”.

La historia demostró que sólo lograron interrumpir los logros.

Un gobernante debería ser juzgado por sus iniciativas políticas, como un director lo es por sus películas sin que nos preguntemos si su productora está al día con las cargas sociales. Iniciativas y películas son lo que perdura y lo que cambia, para bien o para mal, la vida de las mayorías.

Si además el gobernante o el director robaron un cenicero, o mil, o diez mil, esperamos que sean juzgados y condenados, probablemente con la dificultad que implica juzgar y condenar a cualquier ciudadano poderoso (si los jueces fueran inmunes al poder nuestras cárceles no estarían tan llenas de pobres diablos y tan raleadas de poderosos).

Se suele argumentar que los políticos manejan “nuestra plata”, algo que no ocurre con los privados. Es un argumento falaz: el dinero que fugan los privados, las sobreganancias por posiciones dominantes o los ingresos no declarados son igualmente “nuestra plata”.

Como señala Miguel Bein, el costo mayor de la corrupción es el de instrumentar decisiones políticas desacertadas. Por eso quienes se interesan por la política deberían focalizar su atención en esas decisiones y no en el eventual instrumento delictivo, una tarea que deberían dejarle al fiscal.


Foto: Eduardo Wilde en su escritorio junto al sospechoso cenicero cuya adquisición con fondos federales nunca fue desmentida (gentileza Fundación LED para el Desarrollo de la Fundación LED).

 

La esencia de la democracia


Columna publicada en Nueva Ciudad.


Hace unos días, Ernesto Sanz, candidato radical del multimarca UNEN, explicó que “la regla central de la democracia es que nadie tiene la verdad total”.

Cleto Cobos, ese extraño político que ejerció la oposición desde la vicepresidencia de la Nación, consideró que “la democracia es diálogo”.

Gerardo Morales, otro humorista radical, explicó por su lado que tener mayoría en el Congreso frena toda posibilidad de diálogo, lo que nos llevaría a pensar que la verdadera democracia es la que se ejerce desde la minoría.

Desde el PRO, la diputada Laurita Alonso opinó que “el disenso es la esencia de la democracia”, es decir que el gobernante que consiguiera el mayor apoyo popular- disminuyendo el disenso- estaría atentando contra la esencia misma del sistema que lo llevó al poder.

Para Sergio Massa, la esencia de la democracia es, en realidad, la alternancia. Un gobierno exitoso que lograra ser reelegido durante varios períodos sería, bajo esa interpretación, menos democrático que un gobierno fallido que, al no conseguir renovar su mandato, estaría incentivando la virtuosa alternancia. Los gobiernos fallidos y no los exitosos serían, entonces, los pilares de la democracia.

En la seguidilla de citas de sobrecitos de azúcar en la que se ha convertido el discurso opositor (la Oposición Narosky por llamarla de alguna manera) no es infrecuente escuchar que la esencia de la democracia es, además, muchas otras cosas, como el respeto hacia las ideas de los otros, la tolerancia, la austeridad, la estima por el adversario, la transparencia, la duda, la ausencia de ambición personal o incluso la falta de soberbia.

Lo asombroso es que en esa larga cadena de definiciones nuestra Oposición Narosky suele obviar la más elemental: el voto popular.

Pino Solanas, senador porteño preocupado por los estragos de la megaminería, llegó a explicar, luego de una derrota de sus aliados en Salta, que los votos de aquella provincia eran de baja calidad. No habría nada, al parecer, como la legitimidad que otorga ser minoría.

La letanía opositora describe al gobernante democrático como un hombre justo, que no cree tener la verdad, respeta a sus adversarios, cree en la necesaria tolerancia y en el fructífero consenso y apuesta al diálogo aún disponiendo de las mayorías necesarias para votar sus proyectos.

Pero lo cierto es que esas notables virtudes no tienen, en este caso, ninguna importancia. Si nuestros gobernantes toman la precaución de respetar el voto de las mayorías, con eso alcanza para ser democráticos. La Constitución no les exige creer nada en particular, como tampoco les impide ser soberbios o estar convencido de tener la verdad. Alcanza con que acepten las reglas del juego y, por supuesto, convenzan a las mayorías para que los apoyen.

La ausencia del voto popular en la larga perorata de esencias de la democracia con la que nos agobia nuestra Oposición Narosky apunta a construir legitimidad por fuera del apoyo de las mayorías. La legitimidad democrática estaría ligada, entonces, a cualidades más intangibles.

Una pista posible sobre esas cualidades es la que dieron los organizadores del Coloquio de IDEA que, a la vez que criticaron al gobierno por “querer imponer leyes”, propusieron que los candidatos aceptaran una serie de puntos como “políticas de Estado” que no dependerían del gobierno que se elija en el 2015. Es decir, políticas con coronita: definidas por gente que nadie votó, protegidas de los vaivenes electorales y a salvo de la voluntad popular.

La letanía de la Oposición Narosky, al incentivar la desconfianza hacia las mayorías, es un generoso elogio de la minoría ilustrada, del saber técnico exento de intenciones electoralistas y, en el fondo, de las virtudes del voto calificado. Todas caras de regímenes lejanos a la democracia a la que dicen aspirar. 

Paradojas de la Oposición Narosky.



Foto: El presidente Illia, electo por fuera de las mayorías, conversa alegremente el día de su asunción con las autoridades militares que lo derrocarán, demostrando que la democracia es diálogo pero también humildad, disenso y por supuesto, alternancia (cortesía Fundación LED para el Desarrollo de la Fundación LED).